Murga, como un “padre” para La Ventilla

Por el pasillo del Centro para la Tercera Edad Javier resuena el eco metálico de un mar de muletas. La persona que las lleva avanza de forma tranquila, saludando a unos t a otros, con una voz que presagia buenos sentimientos. Se dirige al despacho de Maruja, la directora. Al entrar nos le como el padre Murga, el hombre más querido y admirado de toda La Ventilla, no en vano en esta barriada de Tetuán ha pasado 50 años de su vida (y ya tiene 86) siempre ayudando a los demás: alimentándolos en tiempo de hambre, dando clase a los niños, vistiéndoles, llevándoselos de vacaciones, en fin, desviviéndose por los necesitados, sin pedir nada a cambio. El sí que merece el calificativo de Santo. Su corazón y su alma, tan limpios y puros como el brillo de sus ojos, ya tienen un lugar de privilegio reservado en el cielo.

“Nací en 9 de septiembre de 1910, en Castillo de Bayuela (Toledo) y soy el más pequeño de una familia de siete hijos. Mi madre tenía una ilusión enorme en que alguno de nosotros fuese sacerdote y como ninguno de mis hermanos acabo los seminarios solo la quedaba yo”. El Padre Murga rememora su infancia, con gran nitidez y acordándose de los más pequeños detalles: “A los 12 años me fui a Ciudad Real, donde pedían chicos para ser jesuitas. Cuando llegue allí sentí algo especial y me dije “este es mi sitio”. Fue el primer contacto con la que iba a ser su votación, su vida. Lo que más recuerda de esa etapa es una fundación de teatro “en la que hice llorar el público y mis superiores comentaron “vale para emocionar por lo tanto vale para jesuita”.

De ahí paso al Noviciado de Aranjuez, en 1927 y cuando en el 31 se promulgo un decreto que expulsaba de España a la Compañía de Jesús “por obedecer al Papa, una autoridad diferente a la española, nos trasladamos a Hamburgo, unas 400 personas para seguir estudiando filosofía, luego pasamos a un pueblo de Bélgica y tres años después volví a Madrid porque me faltaba un curso de magisterio”. No estuvo mucho, ya que nueve días antes de estallar la Guerra Civil “nos enviaron a Portugal en previsión de lo que iba a ocurrir”. Por eso reconoce, mientras elevan sus ojos másallá del techo, que “no pase hambre ni miedo, gracias a Dios”.

Cuando acabo el conflicto bélico siguió con sus estudios, en Granada, de nuevo en un colegio de la capital y finalmente en Puerto de Santa María (Cádiz). Era el año 1945, “el 15 de julio tomé el tren por la mañana para venir a Madrid, sin saber a dónde. Por la ventilla alguien me entregó un sobre con una carta en la que se me decía que venía a La Ventilla y hasta ahora”, comenta el Padre Murga, moviendo sus grandes manos y riendo aquella ocurrencia del destino.

Y así llego a la Parroquia de San Francisco Javier, que tenía una escuela, con cinco clases:” entonces había mucha hambre, los chicos venían con harapos y yo me ocupe de ellos y sus familias. Íbamos por judías a Barco de Ávila, por lentejas a Cuenca, mendigando ayudas estatales, hasta que por fin se quitó la hambruna en La Ventilla”. Tiempos difíciles, sin duda, que han quedado atrás, aunque no en la mente de todos aquellos que recibieron la ayuda de este gran hombre de espíritu noble.

Hoy “soy un abuelito que voy con muletas por culpa de la artrosis. He dado clase (en OSCUS, Padre Piquer) hasta 1994 y ahora solo doy misa los domingos en la parroquia y hago acto de presencia aquí en el Centro”, señala humildemente. Lo cierto es que el Padre Murga, es una persona dinámica, vital, con sentido del humor y siempre dispuesto a echar una mano donde haga falta. La admiración y el cariño que despierta en los demás se lo ha ganado a pulso porque todo tiene quien todo da. ¡Va por usted, PADRE!



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