Gran parte de la biografía del ser humano se sustenta en un serial de pequeños rituales, a modo de nimios actos cotidianos que se vuelven imprescindibles y cuentan para nosotros con todo el sentido del mundo. En muchas de esas ocasiones, nos hacemos acompañar, por ejemplo, de ciertas bebidas a las que elevamos a la categoría de maestras de ceremonias, protagonistas esenciales en ciertos momentos vitales, donde, por el simple hecho de consumirlas, les conferimos la capacidad de poner el broche de oro a instantes que, en cualquier otro contexto, carecerían de relevancia. La clave es elegir la compañía apropiada.
Hay quienes cada mañana, recién levantados, salen lanzados como un resorte, directos a poner en marcha la cafetera. A partir del primer expreso, dicen, pueden empezar a considerarse “personas” y funcionar convenientemente. Para otros, prepararse una infusión de tila antes de un examen les ayuda a atemperar los nervios y a afrontar la prueba de una forma más serena. O podríamos pensar en el brindis con champán, al tiempo que se lanza un chin-chin al unísono para sellar las buenas noticias: un matrimonio, un trabajo o la entrada al nuevo año.
Presentes en nuestra cotidianidad, no llegamos a darnos cuenta del valor social que tienen todos estos líquidos, aunque sabemos de su significado como acompañante en muchos días señalados. Es un aprendizaje cultural anclado en la tradición y convenientemente inoculado en nosotros a lo largo de generaciones por padres, abuelos y amigos. En nuestra cultura occidental en general, y en la mediterránea en particular, muchas de estas bebidas han contado con propósitos dispares más allá de aliviar la sed.
Hemos sabido de la importancia del vino en la Antigüedad, como en los famosos banquetes griegos o en las libaciones que dedicaban los sacerdotes romanos a sus dioses en los templos, a lo largo y ancho del Imperio. Era común mezclar el vino con otras sustancias, como extractos naturales a partir de plantas, para conservarlo en condiciones adecuadas. Se ha datado el uso del vino con fines medicinales en China y Europa desde el 9000 a. C. en adelante. En ese transcurso de los siglos con el vino como protagonista, especialmente en el Mediterráneo, aparece un hermano del gran elixir: el vermú.
La historia del “ajenjo” alemán
El vermú es, en líneas generales, vino destilado y aromatizado. Entre las hipótesis del origen de su nombre está la que toma su denominación del alemán (wermut) en alusión al “ajenjo”, hierba que se utiliza en la elaboración de este licor. Fueron los italianos de Turín los primeros en producirlo en el siglo XVIII, y de la zona del Piamonte surgiría una estirpe familiar reconocida hasta nuestros días, los Martini, maestros en la elaboración del vermú que dio a su marca fama internacional. En España llegaría tiempo después, a finales del siglo XIX, popularizándose en las regiones de Cataluña (Reus) -por donde se introdujo en la Península-, o Andalucía -primera comunidad que comenzó a producirlo-.
En Madrid, alrededor de 1900 ya se tomaba vino con artemisa en muchos de los célebres cafés modernistas de la calle de Alcalá [Maison Dorée, Lion DÒr, Maxim’s], frecuentados por la burguesía madrileña, escritores, artistas, abogados... El vermú ha tenido un fuerte arraigo en la Villa durante el siglo XX y, con el paso de los años, los barriles de este jugo han encontrado su lugar en fondas y tabernas de la ciudad, siendo estas centro de reunión para trabajadores, comerciantes, campesinos y demás parroquianos, que encontraban en estas tascas la distracción a los avatares de la vida en el Madrid de aquel tiempo.
Vermús de la capital
Zecchini es el vermú más antiguo de Madrid, remontándonos a 1940, cuando Bodegas Cuesta, una pequeña taberna regentada por Pedro Cuesta en el barrio de Lavapiés, empezó a elaborar el famoso licor [por aquel entonces se llamaba “Vermut As”], que tanta fama tenía ya en Italia y en Francia. Con el éxito de la bebida, comenzó rápidamente a distribuirse en la taberna de los Cuesta para posteriormente distribuirlo (en bicicleta) a los demás bares del entorno de Lavapiés.
En la capital también tenemos a Zarro y su archiconocido vermú de grifo. Desde 1968, la marca fundada por Carlos Muñecas se ha convertido en uno de los nombres más reconocibles del ecosistema vermutero madrileño. Zarro ha trabajado durante décadas, intentando conseguir la mejor fórmula a través de la maceración de hierbas [utilizando el prensado manual hasta la fecha] para extraer los aromas y tocar así las teclas indicadas a los caldos (utilizan unas 38 hierbas en total, utilizando cuatro para cada botella), sacando al mercado una media de 40.000 botellas al día.
La clave de un vermú sugerente es el tratamiento y maceración. Un proceso que puede oscilar entre un par de días a varias semanas, incluso algunos se alargan un par de meses. En la selección de las hierbas y en su infusión con el vino y el azúcar es donde se encuentra el secreto de un vermú de calidad. En ese maridaje se utilizan variedad de hierbas que le otorgan diferentes personalidades (especiado, herbáceo, floral, balsámico…).
Vermú rojo o blanco. Va en preferencias. Entre las especias más utilizadas podemos encontrar la canela, el cardamomo, el enebro. Los maestros vermuteros hablan de la importancia de beberlo siempre con un buen dado de hielo (idealmente con el vaso frío y utilizar el hielo para mantener la temperatura), luego añadir cáscara de naranja, de limón, de pomelo, según el tipo de vermú que vayamos a tomar (la naranja va bien con el rojo, ya que resta acidez y aporta dulzor, el limón mejor para el blanco).
Una moda que vuelve
El vermú está de moda. Cierto es que siempre lo estuvo, pero en torno a las décadas de los 70 y los 80 empezó a perder fuelle entre los más jóvenes, que lo habían visto siempre como una bebida asociada a sus padres y abuelos. Querían distanciarse de las tradiciones de sus mayores para identificarse con otras bebidas como la cerveza. En Madrid siempre se pidieron “chatos de vermú” y servidos directamente del grifo. A veces, con un toque de sifón para darle el aire castizo, como gusta a muchos madrileños. Ahora son los hijos de esa generación rebelde los que traen de nuevo el vermú a un primer plano y lo han reivindicado para “la hora del aperitivo”, como un imprescindible en los bares y locales de la ciudad.
Entre las paradas obligatorias para hacer convenientemente la hora del vermú en Madrid cabe destacar: Bodegas La Ardosa (calle de Colón, 13. Malasaña). Fundada en 1892 se creó la famosa cadena de Bodegas La Ardosa en Madrid, siendo un clásico de locales y visitantes entrar en una de sus bodegas para beber uno de sus vermús de grifo, acompañado de una tapa (su famosa tortilla, anchoas de la casa o gildas).
A continuación, visita en Casa Camacho (calle de San Andrés, 4), por ser, posiblemente, uno de los sitios con más solera dentro de la M-30 y en el que se adivina, por la disposición de las decenas de botellas, barriles y la destreza de sus propietarios, que el vermú que se sirve no deja tibio a nadie. Abierta desde 1920, aún mantiene la grifería de la época. Su especialidad son los yayos (vermú al que se le añade tónica y ginebra).
Si caminamos por Chamberí podemos probar una amplia selección de vermús en La Violeta (calle de Vallehermoso, 62), antigua taberna convertida en vermutería. Con decoración retro, destaca un viejo plano de la línea original de Metro que une Chamberí con Tetuán. Una vez en la sala podemos degustar alguno de los 25 tipos de vermús que tienen en carta y acompañarlos con un algún embutido o encurtido, mientras suena de fondo algún tema elegido a conciencia para darle a la hora del aperitivo la atmósfera que se merece.
En el distrito de Tetuán nos detenemos en Casa Sotero, mítico enclave del buen comer y del aperitivo desde el 1934, donde Miguel Ángel y Pilar ofrecen los mejores platos en su taberna en la calle de José Castán Tobeñas, desde que se mudaron de Bravo Murillo hace cuatro años y donde siguen sirviendo sus especialidades: sus célebres torreznos, que acompañados de un vermú tetuanero servido con el buen hacer después de casi un siglo de historia, harán las delicias de los paladares más curtidos.
El vermú cuenta con una historia sensacional. El paso del tiempo ha hecho que se alce como un producto con un carácter propio, que no ha enseñado aún todas sus cartas. Chefs y maestros cocteleros de todo el mundo le han puesto el ojo en los últimos años y todos coinciden en un futuro brillante para esta bebida, que tiene la gran cualidad de seducir a mayores y jóvenes por igual con el regalo del trago especial, ese que es compartido en la barra de un bar, en la terraza alrededor de una mesa, en la compañía de aquellos con los que esculpimos las mejores horas de nuestra vida.
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